MI FAMILIA SALVAJE
De pequeña pasaba los veranos en la masía de mi abuela, en medio del campo, rodeada de pinos y viñedos. Allí conocí a Inesita. Una gata de apenas un mes que no dudaba en acercarse a la casa cuando había paella. Ella fue mi amiga de verano, la del pueblo. De esas que no se olvidan. Pero llegó la vuelta al cole y mis padres me dijeron que Inesita no se podía venir con nosotros, que allí estaría más feliz persiguiendo roedores.
Por supuesto, sus argumentos -probablemente sensatos- no me convencieron nada y me encerré en la habitación con ella (al más puro estilo «no a la tala»). Después de mucho llorar, patalear y retrasar la vuelta a casa de toda la familia, Inésita se quedó cazando ratones y yo volví desconsolada a la cruda realidad. Ni siquiera podría escribirle cartas.
Años después descubrí uno de esos carretes antiguos que siempre guardan sorpresas y lo mandamos a revelar. Entre sus fotos, una la guardo con especial cariño. En ella, yo -con 9-10 años- poso sonriente (aunque me falta algún diente) con un bañador de deporte marca Speedo nada favorecedor. En mis brazos está Inesita. Mi mejor amiga de aquel verano. No sabéis lo que me alegro de tener esa imagen.
Quizá por eso, ya de mayor -cuando por fin la casera aceptó un gato como compañero de piso- adoptamos a un pequeño precioso y le pusimos de nombre Foto (aunque mi sobrino siempre le llamo Cámara). Luego llegaron Elvis y Memphis, pero eso ya merece otro carrete.
Carmen.